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Cuando algo duele mucho, pero mucho y parece que nada de lo aprendido lo calma, que ninguna técnica funciona, tal vez sea el momento de pararse a sentir, de acompañar ese dolor, dejarlo ser, respirarlo, dejar de resistirse, aceptar y respetar ese proceso en el que te encuentras inmerso.
Sin ninguna intención precisa, sin tratar de cambiarlo, sin tratar de averiguar un “por qué” o un “hasta cuando”, sin buscarle soluciones o negarlo, sin buscar distracciones ni taparlo…
Permitir ser y expresarse a tu dolor, porque ese dolor no viene de fuera, llega de dentro, de muy dentro y tal vez esté guardado ahí desde hace mucho.
Todos llevamos una mochila en la espalda llena de dolores escondidos, no sentidos, no reconocidos, no aceptados.

Algunos los escondimos ya de adultos, otros se guardaron de modo automático en la infancia porque cuando sucedieron, no teníamos recursos para gestionarlos.
Y llega un momento que la mochila no aguanta más peso y todo empieza a salir.

Por el cuerpo con síntomas, por los ojos con lagrimas no justificadas, por el comportamiento con desequilibrios de todo tipo…
Si ya has llegado a ese punto no te queda más remedio que encararte con un monstruo enorme y lo sé, no será fácil y da mucho miedo, pero también sé que mirar todo eso no puede hacerte más daño del que ya te está haciendo, por el contrario te hará mucho bien…
También puedes seguir tapándolo, siempre es tu elección y seguir llenando tu mochila de parches y remiendos de toda clase, en la farmacia y el hospital tienes una gran surtido de ellos…

Pero ¿sabes? si no aligeras peso, esos parches terminan cediendo, todo tiene un límite.
“El ser humano es el único animal que sufre por no sufrir”.
Mira tu dolor, permítelo ser, siéntelo, porque cuando aparece no lo hace para que sufras, lo hace con todo el amor del mundo para que lo mires, lo reconozcas y lo dejes marchar.


Gemma Pitarch.

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